Nuestro viaje comprendió los días jueves 14 a domingo 17, pero tanto la ida como la vuelta implicaron pasarse el día completo en el recorrido. Por tanto la realidad es que nuestra estadía fue realmente de dos jornadas: viernes y sábado. Sirva pues este texto a modo de recuento cronicado de los distintos episodios que se quedaron impresos en mi memoria con fuego, en la espera de repetir esta experiencia.
Fue el segundo periplo internacional que hicimos juntos (el primero fue Puerto Rico en 2014), pero la primera vez, tanto para Laura como para mi, que tocó hacerlo por tierra. No podía ser otro más que el ir desde nuestra natal República Dominicana a nuestra compañera de isla: Haití.
Tres líneas de autobuses hacen el recorrido, pero nuestra opción -recomendada por Anna- fue Caribe Tours. El jueves por la madrugada nos preparamos para experimentar algo inolvidable, como en efecto fue.
Ser los únicos dos dominicanos en el bus -además del chofer- fue algo a lo que hubo que adaptarse rápido: las películas dobladas en francés, al igual que los mensajes que se daban (dichos en español luego para que no nos perdiéramos en la traducción), el almuerzo servido a las diez de la mañana al llegar a Baní y el bus devorándose el sur mientras los nervios crecían al acercarse a Jimaní, Lago Enriquillo a la izquierda con su orilla de basura plástica. Falta poco para la frontera. ¡No lo podemos creer! Entre sello de salida y sello de entrada transcurrirían algunos 30 minutos.
Llegamos a Puerto Príncipe -a Petionville, para más señas- al anochecer y lo primero que ganamos fue una hora de nuestra vida. No lo malinterpreten, es que aquí es una hora menos que allá. La idea de dos husos horarios en la misma isla tiene tantas lecturas y tantas metáforas… máxime si se toma en consideración que la hora en Puerto Rico y República Dominicana es la misma… ¡en islas diferentes! Así de paralelas y ajenas corren las vidas a ambos lados de Hispaniola.
Al arribar a Grand Rue, sede de Atiz Rezistans (colectivo de artistas que sirvió de epicentro a Ghetto Biennale), fue notable el interés por el hecho de que dos dominicanos estaban participando como público del evento. Esto se interpretó como un acto de hermandad y buena voluntad…
Eso y el Brugal XV que llevamos para brindar.
Detengámonos un momento a hablarles sobre Anna, porque serán muchas las veces que la vamos a mencionar.
Anna Lioliou fue nuestra anfitriona, y la querendona de todos en Atis Rezistans. Griega de nacimiento pero caribeña de cintura… (¡la tienen que ver bailar!) Fue su selección a Ghetto Biennale (y también a kilómetroCERØ, no lo olvidemos) el leit motiv para cruzar la frontera.
Una de las imágenes más lindas que nos llevamos en el corazón fue ver a los niños llamándola y siguiéndola a todas partes, y a los adultos saludándola con cariño y respeto (¡toda una rockstar!). En la ficha de su pieza “Dreading Port-Au-Prince” que vinculó afrodescendencia, geografía y cabello, colocó a mano -en inglés y en kreyol, el texto «¡pueden tocarla! ¡siéntanla!» . Ya me ha adelantado que piensa continuarla, incluso en este lado de la isla.
Continuamos.
Casi todos los artistas de Ghetto Biennale estaban en el Hotel Oloffson. Casi. Nuestra Anna residía en el Royaume des Petits de Maria Montessori, un poco más hacia arriba, en Pacot. Esa también fue nuestra casa. Una escuela para niños en donde cada día a las 8 suenan las notas del himno nacional haitiano que sirvió de alarma despertadora la primera mañana.
Cerca de la medianoche del viernes, apenas con unas horas de haber llegado, caminábamos junto a Anna en medio de la oscuridad hasta Mes Amiz, un chinchorro frente al Oloffson para pedir dos motos que nos llevarán de vuelta a casa. Ya la conocen, así que la saludan afectuosamente. Hacen algunos chistes y preguntan por nosotros, así que se enteran de nuestra nacionalidad. No les puedo explicar la alegría y los gestos de «bienvenidos a Haití» que recibimos.
Obviamente, esta gente desconoce la existencia de Vincho Castillo y su gente. Tampoco es que les importe. Demos gracias a Dios por eso.
Y es que ya de por sí hay demasiadas preocupaciones en este lado de la isla como para encima estar preguntándose qué pensarán de ellos en «Santo Domingo».
A Puerto Príncipe la conocimos como todos: en moto. La ingeniería creativa ha desarrollado unas estructuras adaptadas a la motocicleta que permiten al pasajero poner los pies cómodamente y agarrarse bien atrás. Pensé que, ya que nos encanta copiar todo, esto sería una buena idea para los motoconchistas dominicanos. A ver quién se atreve.
Las excepciones fueron en momentos muy puntuales que detuvimos un carro público, ya que allá no hay compañías de taxi como las conocemos en el resto del mundo. Quedó pendiente montarme en una tap tap. De hecho, quedó pendiente un proyecto que tengo con esas guaguas (no doy detalles… por ahora)
Por otro lado… si yo pensaba que manejar en Santo Domingo era hardcore, es porque no conocía las calles haitianas. Quienes manejan aquí tienen mis respetos. Fin.
Mejor hablar desde ahora del elefante en el salón: todavía respiran las heridas del 12 de enero de 2010, aunque se nota el interés por superarlo. Estructuras dañadas, casas aún destruidas y otras marcadas con aerosol para su demolición son la primera impresión al llegar, como también un fuerte trabajo de reconstrucción.
Ojo, esto lo vimos principalmente en Croix-des-Bouquets, una comunidad a unos cuantos kilómetros de Puerto Príncipe. En la capital incluso ya no se ven aquellas villas de lonas que los corresponsales hicieron famosas. Al menos no nos tocó verlas en esta vuelta.
La primera noche llegó, poblada de luciérnagas urbanas al fondo. Así se me antojó mirar a Pòtoprens (en kreyol) cuando sus montañas sobrepobladas se llenan de lucecitas. No nos llamamos a engaños. Están lejos del romanticismo que se antoja a nuestros ojos. Pero hoy preferimos soñar con los vasos medio llenos.
A mi mente isleña se le dificulta la idea de saberse en otro país. Sé qué hay una frontera -hostil como todas, aunque no tanto como el paralelo 37- y distintas formas de vivir y hablar de cada lado, pero el cielo es el mismo. Divertirse también, sea en merengue o en konpa, y eso lo supieron bien los alemanes de Power Generation quienes nos pusieron a bailar la noche del viernes en una fiesta que llamaron “Break the isolation project”.
Así fue. Los artistas locales e internacionales (y el público en general) nos dimos un abrazo sudado en el baile con los locales de Grand Rue, mientras las Prestige ayudaban a bajar la temperatura (eso sí, devolviendo las botellas, que son 25 gourdes adicionales).
Hora de derribar a batazos otro prejuicio: el de la seguridad. “Tengan cuidado, van a un pueblo sin ley”, nos dijo el agente del DNI (Dirección Nacional de Investigaciones de República Dominicana) en el puesto migratorio fronterizo de Jimaní, antes de cruzar.
Contrario a la narrativa única (saludos Chimamanda) que nos habían vendido desde que Laura y yo decidimos este viaje, la capital haitiana no fue el hervidero de inseguridad post-apocalíptico que esperábamos y que todo el mundo dibujaba en su rostro cuando le decíamos “Vamos para Haití”.
Y, sepanlo ustedes, ¡estábamos en el barrio-barrio!
Es más: yo todavía no salgo del asombro ante lo dicho por uno de nuestros acompañantes: «quienes estamos seguros somos nosotros porque andamos con ustedes que son extranjeros».
Sorpréndanse más si les cuento la historia de tres dominicanos, una griega y dos haitianos a las once de la noche caminando por Grand Rue buscando un chicken plate con accra, una fritura hecha de malanga que sabía a gloria. Por cierto, el picante es parte del comer en la calle como el arroz a las habichuelas en la “bandera dominicana”.
Suerte para mi que hace diez años me reconcilié con los sazones condimentados, porque de otra forma hubiese sido imposible comer en la calle. ¿Dije en la calle? Pues si, recuerden que estábamos en el ghetto y si a Roma fueres…
Pese a todo, la calle no fue nuestro único espacio de comida. El restaurante Les Jardins du Mupanah, en la zona cercana al Musée du Pantheon National Haïtien fue una experiencia maravillosa, igual que visitar el edificio del museo, cuyos tragaluces interiores nos fascinaron.
Varias veces pensé en que un restaurante así puede servir de excusa y atractivo para que los museos dominicanos tengan más visitantes. Esa, nos dijo Engel Leonardo (único artista dominicano participante en Ghetto Biennale), era la idea inicial del paraboloide detrás del Museo de Arte Moderno. (sin comentarios)
Y ahora va la historia que más risa me ha dado contar en estos días: Estábamos en las cercanías a la entrada del cementerio de Puerto Príncipe, cerca de las cinco de la tarde (hora en Haití). Mi esposa se antoja de chicle, así que nos detenemos. Mientras la atienden, un hombre se acerca, me mira y me habla en kreyol.
Devuelvo la mirada en plan «no entiendo ni la zeta».
– pale vu franzé?
– no
– aysién?
– no, dominikén.
El hombre dice algo que Anna traduce como “¡pero pareces haitiano!», ante lo cual, respondo, en inglés, «yeah, I know!». Me río. Treinta años atrás eso me hubiese ofendido. Hoy no. Hoy me divierte el mimetismo de pasar por local entre locales.
Dentro del cementerio llaman la atención las lápidas cubiertas por portezuelas de metal guardadas con candados. He visto algo parecido en fotografías de otros países, pero en esas más bien son rejillas que dejan mirar la lápida. Se me olvidó preguntar por qué son así. Será para una próxima, igual que la visita al memorial por las víctimas del terremoto.
Cuando el viernes por la noche caminábamos por Grand Rue cerca del Jean Jean -buscando el mentado chicken plate– nos cayó a los oídos un merengue de Omega. Fue la primera vez en dos días que escuchamos música dominicana. Nos reímos, porque ya estábamos claros de lo que había.
Apenas unos minutos antes Engel nos contaba sobre la dominicana que se le acercó la noche anterior en plan de hablarle para luego venderle caricias por paga. Todo un tema tabú el de las compatriotas que cruzan la frontera para ejercer el trabajo sexual, pero en “Jean al cuadrado” divisamos una de ellas en plan «no me importa, aquí nadie me conoce».
Me abstuve de hablar en español cerca de ella. Salimos de allí, principalmente porque Anna no se sentía cómoda con dejar su bolso (y nuestra mochila) en manos de un seguridad (ni yo tampoco). “Esto no es Grecia”, dijo. (tampoco es que te quedes con la llave del locker, como sí nos pasó en MUPANAH)
De Jean Jean me llevé la extraña imagen de hombres sentados en un largo y angosto salón mirando las múltiples pantallas y las mesas llenas de Prestige medio llenas y vacías mientras un konpa ruidoso completa el escenario de los neones horizontales iluminando. No pasa más nada. No hay baile, no hay conversación… aquí se viene a beber y aparecerá alguien que se encargue del resto.
La tarde del sábado tuvimos en la azotea de Atiz Rezistans una charla con el artista haitiano Reginald Senatus frente a su instalación “NAN BENYEN POTOPRENS PA GEN KACHE LONBRIK” un proverbio que en español se traduce a “Puerto Príncipe no esconde su ombligo mientras se está bañando”. Reginald proponía un mapa de Puerto Príncipe usando los códigos del voudou y presentando los principales problemas de la ciudad y del país, dándonos al público la oportunidad de proponer, “desde el amor”, soluciones a las necesidades del pueblo haitiano.
Fui de los primeros en pedir un sharpie y escribir: “Poder para el pueblo!” en español y en inglés (Power to the people!). A falta de conocer cómo se escribía en kreyol, opté por agregar “Amandla Awethu!” frase en xhosa (una de las once lenguas oficiales de Sudáfrica) que significa lo mismo: “el poder para nosotros”.
La suya fue una de las piezas que más me gustó, junto con los dioramas del jamaiquino Simon Benjamin (y -¡claro!- la de Anna)… pero de Ghetto Biennale como evento artístico escribiré en otra reseña.
El regreso siempre es difícil, y hostil. Hasta tres horas puede tomarse el trance fronterizo. Buscones, militares, gente con muy mal genio. Pensé mucho en la importancia de la primera impresión, sobre todo porque me sentí más bienvenido en la oficina migratoria haitiana que en la de mi propio país (y eso incluye al agente del DNI que mencioné más arriba en el viaje de ida). Pero en fin…
Una hora después del trauma en nuestro lado de la frontera, el autobús ya enfila hacia Santo Domingo. Confirmas que ya cruzaste para este lado porque la programación radial cambió de konpa a bachata, y entonces Luis Segura lleva las riendas de la guagua Jimaní adentro, hasta unos kilómetros después cuando el chofer decide colocar películas. Ahora en español.
¿Que si volvemos? Sí. Nos quedó mucho por ver y conocer. Ahora lo queremos hacer en grupo. ¿Quién se anima?
Catarsis, catarsis.
“Esta es mi verdad, y con mi vida la defiendo”.
(*) “The dominicans are coming”: Frase con la que Anna nos manifestó la emoción de la comunidad artística (haitiana y extranjera) presente en Ghetto Biennale por nuestra presencia allá, en los días previos al viaje.
Bien de crónica, en realidad. Empecé a leer sin interés, pero confieso que me atrapó. Primer post en año y medio. Eres más charlatán que yo.
Pienso reivindicarme en este 2018… vamos a ver cómo me va. Con más gente opinando puede que me reanime. ¡Gracias por tus palabras!